La lengua es un miembro pequeño pero muy difícil de domar, todos hemos errado en el uso inadecuado de ella; la autora nos da unos consejos sobre cómo utilizarla de manera apropiada y, evitar así tropezar lo menos posible con las palabras.
El entorno donde nos criamos, las relaciones interpersonales, lo que vemos, oímos, deseamos... son un cúmulo de factores que llenan todo nuestro interior y, serán los recursos que utilizaremos para expresarnos en el día a día; de allí la importancia de ser vigilantes de lo que permitimos entrar a nuestro ser.
La autora nos deja ver desde la perspectiva bíblica que, si anhelamos ser voceros de Dios, es preciso llenar nuestros pensamientos de los principios de la Biblia; aun cuando ese no sea nuestro mayor deseo, todos somos responsables de las expresiones que salen de nuestra boca.
Se nos alerta a meditar en las palabras que decimos y el propósito con qué las decimos; las palabras activan cuadros mentales y sensaciones diversas, tanto en el que la dice como en el que escucha.
Es mantener un equilibrio correcto de nuestra boca, ya que ningún extremo es recomendable: cuando toque ser firme hay que serlo, pero sin perder el control, y cuando toque dulzura, ¡adelante!, que los labios destilen miel.